Elevo mis manos hacia ti, pues tengo sed de ti. ¡Soy como tierra seca!. Salmo 143:6.
Mi primera visión de
la tierra prometida desde
los montes de Moab fue
decepcionante.
«¿Ha
cambiado mucho desde que los israelitas estuvieron aquí?»,
le pregunté a la guía mientras mirábamos hacia Jericó.
Esperaba que el contraste fuera notorio en comparación con el lado
oriental del Jordán. «No
—respondió—. Se ha mantenido igual durante miles de años».
Así
que, reformulé la pregunta: «¿Qué
vieron los israelitas cuando llegaron aquí?». «El
mayor oasis de toda la superficie de la tierra»,
contestó ella.
Entonces,
comprendí. Yo había atravesado el estéril
desierto en
un autobús de lujo, con aire acondicionado y botellas de agua
helada. Para mí, un
oasis no era nada espectacular.
Los israelitas habían pasado años vagando por un desierto seco y
caluroso. Para ellos, el extenso e irregular terreno de color verde
pálido en la brumosa lejanía era sinónimo de agua fresca y
vivificadora. Ellos estaban muertos
de sed;
yo, fresquito. Ellos estaban exhaustos; yo, descansado. A ellos les
había llevado 40
años llegar
allí; a mí, 4 horas.
Al
igual que un oasis, la
bondad de Dios se
encuentra en los sitios áridos y difíciles. Me pregunto: ¿cuántas
veces no alcanzamos a percibir su bondad porque nuestros sentidos
espirituales han sido adormecidos por las comodidades? A
veces, las dádivas del Señor se ven con más claridad
cuando estamos
cansados y sedientos.
Quiera Dios que siempre tengamos
sed de Él (Salmo
143:6).Josué
3:1-11
Jesús es la
única fuente que puede satisfacer la sed del alma.
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